La noche anterior tuvimos una cena familiar para
celebrar la llegada del año nuevo. Antes de dormir acordamos levantarnos
temprano e ir a la playa. Sin embargo desperté con un gran deseo de ir a uno de
los cerros de la ciudad, el de San Juan.
Me levanté de la cama y sin hacer ruido caminé hasta
la cocina para preparar unos sándwiches y tomar algunas frutas. Llevé lo
suficiente para dos personas. Pensé en invitar a alguien, pero sabiendo del
compromiso de mi familia y dudando que algún amigo quisiera acompañarme después
de la acostumbrada velada del día anterior, dejé una nota y partí solo.
La mañana era fresca. Disfruté el ascenso como nunca.
Aprecié con calma los enormes encinos, admiré las escasas flores silvestres y me
dejé sorprender por el jugueteo de las ardillas corriendo entre los pinos. Todo
estaba muy tranquilo.
Al llegar a uno de los últimos parajes del cerro me
encontré con la primer persona. Se trataba de un hombre que acomodando su
cámara digital entre unas rocas corría a acomodarse para aprovechar la función
de tomas automáticas. Ofrecí ayudarlo y accedió. Después continuamos juntos el
recorrido.
En la cima, cansados y con hambre, nos
sentamos a platicar mientras comíamos lo que yo había llevado, como si supiera
que me encontraría con otra persona. En un momento de la conversación él me
dijo que disfrutaba mucho el momento y que le recordaba a un amigo que había
tenido pero que hacía años había muerto precisamente en el cerro. Confesó que
durante años había buscado la cruz que indicaba el lugar exacto en que el joven
murió. Me dijo cual fue su nombre. Sintiendo cómo se me erizaba la piel le dije
que yo, en uno de mis recorridos anteriores al cerro, había encontrado
ese lugar. Pidió que lo llevara.
Cuando llegamos al punto exacto sentí un gran alivio.
Allí estaban la cruz y algunas flores marchitas. Mi nuevo amigo se emocionó al
borde de las lágrimas. Después de unos minutos en silencio me pidió que lo retratara a lado de la cruz. Al observar la fotografía en la pantalla de la cámara
se conmovió de nuevo pues entre las hojas de los árboles se colaban unos rayos
de sol que llegaban justo a la cruz dando a aquella toma un tono
celestial. “Es él” me dijo.
Llegué tarde a mi casa. Pasé el resto del día con
una tranquilidad de conciencia sabiendo que de algún modo había iniciado bien
el año, ayudando a una persona a cerrar un ciclo, dándole tal vez un regalo de
año nuevo.
Hay quien dice que las
anécdotas maduran con los años hasta que un día se imponen en la mente y
aparecen por sí solas…hace siete años exactamente que viví aquella situación, pero todavía me hace pensar en lo misteriosa que es la vida.
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