martes, 21 de julio de 2015

Adentrándome en la selva


Por: Jorge Eduardo Verdín Altamirano,
Licenciado en educación primaria

Todo inició a principios de diciembre de 2006, tenía 23 años y había pasado año y medio desde que salí de la escuela Normal. Previamente había trabajado durante un año un interinato en Tepic y dos meses en un colegio también en la ciudad. Cabe señalar que tuve un destacado resultado en el examen de CENEVAL realizado a los alumnos de todas las normales del país, quedando empatado en primer lugar (desempatado por mi apellido) a nivel estatal y entre los mejores cien de todo el país. Si inicio con esta presentación tan formal, es solo para presentar un precedente y un contexto de la situación personal en que me encontraba: había recién egresado como profesor con todo el entusiasmo y empuje de un joven idealista que había estudiado la docencia por motivos románticos, más que por necesidad o por conveniencia.

Así que con todo el orgullo y seguridad en mí mismo, por no decir el ego por las nubes, se llegó el día en que viajé a San Juan Peyotán, el lugar donde iniciaría verdaderamente mi aventura como profesor. El primer problema significó el día mismo en que tenía que “subir” a la sierra, sí… “subir” porque así se dice cuándo vas a la sierra, como dando a entender que te vas a otro lugar completamente distinto y porque claro subes y subes y subes y subes muchos cerros, pero también hay bajadas. Viajar a la sierra era como viajar al pasado, a uno de esos lugares que salen en las películas mexicanas antiguas donde no hay tecnología, la gente se transporta en burro o a caballo, tienen un acento golpeado y extraño y claro no hay internet ni teléfonos celulares.

El primer viaje a bordo de la “zopilota” (una camioneta Chevrolet negra modelo 70 completamente polveada) estuvo cargado de camaradería entre los tres compañeros y yo. Los compañeros bromeaban con el nuevo, le brindaban un panorama de lo que le esperaba, se recordaban entre ellos anécdotas y cosas por el estilo. A las cuatro horas de viaje a la altura de Santa Cruz de Guaybel pregunté- ¿Falta mucho?- . La respuesta de un compañero fue categórica: -Uy profe… vamos a la mitad- a lo cual yo sonreí creyendo que era broma, sin embargo una vez que el viaje terminó corroboré que, efectivamente, la travesía duraba ocho horas, ante lo cual mi sonrisa se borró y todos los chistes, bromas y camaradería quedaron atrás, dejando ante mí una sensación de incertidumbre y pensando ¿qué carajos vine a hacer aquí? ¿Qué hizo que esta gente se viniera a vivir a un lugar tan remoto?

Al llegar a la tienda a comprar velas y cerillos debido a que no había luz en la localidad, ni habría en toda la semana, la gentileza del abarrotero me tomó por sorpresa al preguntar en forma abrupta -¿Cómo… otro cabrón?- completando inmediatamente… -y yo que pensé que eran los güeyes que se cayeron en La Cumbre- haciendo alusión al accidente donde habían muerto tres infortunados a bordo de una camioneta al caerse ésta por el despeñadero de la parte más alta del trayecto: La Cumbre, desde donde por cierto la altura es tal que se ven las Islas Marías y la neblina es tan cerrada que había que bajar al copiloto a caminar por la carretera para saber dónde estaba el bordo.

En los siguientes días corroboré que la calidez no era una virtud de los habitantes, cuando la señora que nos rentaba la casa nos dijo que teníamos 2 días para buscar donde quedarnos porque ahí ya estorbábamos, situación que nos orilló a mudarnos a un potrero lleno de costales de paja y atestado de alacranes, y eso porque el dueño tenía un depósito y guardaba cierto aprecio por los otros dos profesores que habían llegado a activar su negocio. Otra característica muy peculiar era que la mitad de sus habitantes por alguna razón no podían salir de ahí, había quienes no tenían los medios económicos y quienes no podían por motivos legales, pues estaban acusados en Tepic, Ruiz, Santiago, Guadalajara y en “el otro lado” de haber cometido delitos de robo, secuestro, asesinato y violación, sin embargo ellos se presumían inocentes… y cuando digo ellos me refiero a la señora de la tienda, a un padre de familia de dos alumnos y a dos muchachos que vivían en frente de la escuela, no a los vándalos estereotipados que tenemos en mente.Pese a que en el pueblo no había luz, no había agua, estaba pequeño (700 metros a la redonda aproximadamente, unas 50 casas y 300 habitantes de los cuales generalmente se conocía a la mitad que no viajaba) he de confesar que lo más difícil no fue el contexto en que trabajaba, sino con quienes trabajaba.

Mis compañeros se llamaban Rafa y Fernando, el primero un adicto que recayó en las drogas estando ahí, el segundo un borrachín de cuarta. Si en este momento empleo juicios tan severos es solo para ahorrar tiempo y espacio y describir lo principal en cada uno de ellos. La convivencia con mis compañeros en un principio era normal, sin embargo con el tiempo se vio desgastada y afectada por la envidia. Y es que siempre asumieron que era yo un privilegiado, un junior, alguien que tenía resuelta su vida, que no tenía nada que estar haciendo ahí, esto último, yo mismo lo pensé siempre, hasta que comprendí la razón por la cual tal vez la vida me había puesto en esa situación. Por cierto, nace aquí mi afición por los vehículos hasta entonces inexistente, pues la camioneta en que viajaba significó no solo un medio de transporte, sino un Virgilio que me ayudaba a cruzar el infierno cada semana, un guía, un acompañante en aquel viaje tan terrible, al cual tuve la osadía de invitar a mi novia, hoy esposa, y a manera de anécdota debo decir que a las dos horas de viaje iba llorando de tristeza y depresión al ver escenarios tan desprolijos y personas caminando en medio de la nada, quedando de manifiesto el estado de abandono total en que se encontraban.

En octubre de 2007  el mismo ATP que me mandó a San Juan Peyotán por curiosidad para saber si de veras era influyente fue el mismo que me ayudó a cambiarme a San Miguel del Zapote, un lugar a tan solo dos horas y media de la capital nayarita. Este cambio para mi representó el cese de un castigo, el término de una penitencia, el final de la prueba, el regreso a la vida. Todavía recuerdo ese día en que me habló a la caseta de la comunidad, me ofreció el cambio, yo dudé en un principio, pero rectifiqué a tiempo, tomé mis cosas, las aventé emocionado a la caja de la camioneta, agarré un paquete de galletas y por ocho horas de viaje fue lo único que comí, ese día ni siquiera me acordé de comer, por el camino sólo con mi fiel compañera de viaje lloré, lloré, lloré y lloré de alegría… Lo había logrado.

            Luego de instalarme en mi nuevo lugar de trabajo: escuela unitaria, luz solar, cuatro hoyos de bala en la casa del maestro, cerca de treinta frases religiosas que más bien parecían satánicas pegadas por el anterior profesor en el interior de la casa, me sentí en el paraíso, sí… ya no estaba en San Juan Peyotán. El ciclo escolar que trabajé en San Miguel del Zapote es, sin temor a equivocarme, lo mejor que me haya pasado como profesor. Todos los habitantes se mostraron amables hacia mí y yo sentí el compromiso de corresponderles y mostrar gratitud. Eran 10  los alumnos que tenía: Armando y José en 1º, César y Berenice en 2º, José Manuel y Janet en 3º, Manuel y Cheli en 4º, Daniel en 5º, Víctor en 6º, todos ellos extraordinarios, con tal disposición por el estudio que rogaban ir por las tardes para evitar los trabajos de pastoreo impuestos por sus padres. Recuerdo que Cheli me decía- “Ándele profe… dígale a mi papá que soy burra, pa´que no me mande a cuidar a los borregos”. Trabajé por las tardes, de lunes a miércoles, con la mayoría de los alumnos solo por hobbie y claro por el programa PACAREIB que al final no me pagaron alegando que eran pocos los niños atendidos. Luego de las clases veíamos películas y Los Simpson en el Sky que contraté y que pude disfrutar gracias a que compré una planta de luz. Los papás inquietos me preguntaban que si no me enfadaba de estar todo el día con los niños, a lo que yo respondía siempre que lo hacía para evitar la soledad, que en una escuela unitaria y en la sierra era el principal peligro.

Durante el tiempo que estuve en San Juan Peyotán varias preguntas surgían en mi cabeza: ¿por qué a mí? ¿por qué tengo que pasar por esto?... Había quien me decía: -Porque tú eres capaz- un amigo me dijo: -Porque eres fuerte y eso una persona débil no podría sobrellevarlo- Yo pensé que era una prueba, que tenía que superar esta experiencia para poder hacerme de la plaza de profesor. El ATP que fue quien me mandó a ese lugar para poder cambiar a un maestro a quien le debía un favor me confesó una vez ya siendo amigos que me había asignado esa escuela por la simple razón de saber si yo era “recomendado” pues en mis órdenes de adscripción decía que lo era, simple curiosidad de él.

Con el tiempo comprendí que era necesario y esa es la única respuesta. Era necesario ver el hambre, la pobreza y la inevitable miseria en que se es capaz de caer cuando no se está preparado y el medio te absorbe. El estar en la sierra dos años representó de alguna manera el perder la inocencia, el dejar a un lado el idealismo y pasar a la realidad, sobrevivir, adaptarse, literalmente no morir ni física ni mentalmente, ser un entusiasta pero no un entusiasta ingenuo.El haber trabajado y vivido dos años, primero en San Juan Peyotán y después en San Miguel del Zapote me cambió la vida, representó un antes y un después… y él que “bajó” de la sierra no fue el mismo que “subió”…


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