Por: Joel Servando
Montes Hernández,
Licenciado en educación primaria
El primer día...
Serían las 10 de la mañana cuando la lancha apagó el motor por última vez. Mi equipaje se componía por un catre, una maleta y una botella con agua. Bajé mis cosas y la botella cayó al río, intenté rescatarla pero la corriente se la llevó. El lanchero me miró con una risita burlona. Le pagué y caminé unos cuantos pasos hasta la sombra de un árbol, estaba a punto de maldecir por la botella cuando me encontré una herradura que me devolvió el buen ánimo.
Serían las 10 de la mañana cuando la lancha apagó el motor por última vez. Mi equipaje se componía por un catre, una maleta y una botella con agua. Bajé mis cosas y la botella cayó al río, intenté rescatarla pero la corriente se la llevó. El lanchero me miró con una risita burlona. Le pagué y caminé unos cuantos pasos hasta la sombra de un árbol, estaba a punto de maldecir por la botella cuando me encontré una herradura que me devolvió el buen ánimo.
Mientras estuve en soledad me dediqué a admirar el paisaje: unas montañas imponentes y verdes separadas por un río
de 50 o 60 metros de ancho, abundantes arbustos, unos cuantos árboles y un
sorprendente puente "colgante" de al menos 20 metros de altura que
alguna vez tuvo una columna en medio pero que la fuerza del río había
derribado. Me sentí aliviado de no tener que cruzarlo, al menos esta vez.
Cuando a lo lejos aparecieron dos niños
jalando un burro supe que venían por mí, de inmediato caminé a su encuentro y
me presenté. Con gran habilidad ataron mis cosas al burro y todavía dejaron
espacio para que yo lo montara. Me subí al animal, pero solo aguante unos cien
metros pues estaba muy flaco y era demasiado incomodo. Seguimos a pie
por diez minutos más hasta que surgió la primer casita; era humilde, con un cuarto
de cinco por ocho metros y dos techados contiguos, uno para la hornilla y otro
para la leña, pero lo que sobresalía era su amplio corral rodeado con alambre
de púas y repleto de gallinas.
Después supe que esa y otras casas eran recientes porque más adelante estaba el letrero de lámina oxidada que anunciaba la llegada al pueblo, tenía en el encabezado el logotipo de la Comisión Federal de Electricidad y decía:
REUBICACIÓN DEL POBLADO "LOS SABINOS"
Población actual: 125 habitantes
INFRAESTRUCTURA Y SERVICIOS:
15 viviendas, escuela primaria, casa del maestro, iglesia,
casa del pueblo, tienda rural, dispensario médico, suministro de agua,
letrinas sanitarias y canca deportiva
Junio de 1991
Así comencé a conocer la historia de "Los Sabinos" un pueblo al que el gobierno federal había reubicado llevándolos, con todo y sus muertos, desde la parte inferior de la sierra del municipio de El Nayar hasta la parte más alta, debido a que esa zona se inundaría para la construcción de la presa hidroeléctrica Aguamilpa. Qué ironía, los movieron para generar energía eléctrica pero ellos no contaban con ese servicio.
Al pasar por el pueblo el juez auxiliar y algunas
personas salieron de sus casas para saludarme. Me hacían sentir como un
salvador, agradeciendo que yo estuviera con ellos y ofreciendo apoyarme en lo
que fuera necesario.
El juez auxiliar me dirigió hasta la casa del
maestro advirtiéndome que tendría que compartirla con el maestro de
telesecundaria. Se trataba de una construcción de tres cuartos que alguna vez
funcionó como central de comunicación por lo que aún conservaba una antena de
12 o 15 metros de altura a un costado. Por lo demás era un lugar pequeño, sin
más mueble que un viejo escritorio. Elegí que el cuarto donde dormiría sería
uno que contaba con una malla colgante como protección ante los alacranes y arañas.
Empecé a limpiar cuando llegó el maestro de telesecundaria con su catre y
equipaje, quien ya conocía el lugar y con quien compartiría allí tres meses de
buena amistad.
Ese primer día fuimos invitados a comer por
varias personas pero decidimos dar prioridad al juez pues, porque además de ser el
primero en invitarnos nos explicaría otros detalles tal como qué familia nos brindaría las tortillas la primer semana y cómo nos apoyarían para
limpiar las escuelas.
Lo último que recuerdo de mi llegada a
Los Sabinos es que, a pesar de lo cansado que quedé después levantarme a las 5:00 am en Tepic, después de remar cada vez que el lanchero encontraba una
palizada en el río y tomábamos uno de esos palos para ayudarle a salir del obstáculo y que
pudiera encender el motor de nuevo, después de barrer y rociar la casa, lavar
la pila, cortar los arbustos del corral y recorrer el pueblo a pie, no pude
dormir más de tres o cuatro horas; pero no fue por miedo ante los caimanes del
río, la víbora que matamos en el corral o el murciélago que esa noche entró al
cuarto, no pude dormir pensando en la alegría de tener por primera vez un trabajo como
maestro de educación primaria y dejar atrás más de un año de espera para
ejercer mi vocación. Atrás quedó la búsqueda de oportunidades en otros estados e incluso
de tener que trabajar en otras cosas: escritor para una revista, aplicador de
exámenes, jardinero y hasta trabajador en un motel. Recuerdo que esa noche derramé unas lágrimas de
felicidad en el silencio de la noche, entre aullidos de coyote y el mugir de
las vacas.
.
.
El tiempo vuela
Los meses que estuve trabajando en Los
Sabinos se fueron de prisa. Al principio trabajé al mismo tiempo con mis
dieciséis alumnos de primer a sexto grado, pero muy pronto me di cuenta que
aquellos niños merecían más atención si en verdad quería que aprendieran algo.
Lo que hice fue pedir permiso a los padres y trabajar con los alumnos de 1°, 2°
y 6° de 7:00 a 10:00am, la razón era que los más pequeños necesitaban reforzar
el acceso a la lectoescritura y los que estaban a punto de irse a la
telesecundaria ¡también! Después teníamos un recreo compartido con todos los
alumnos de 10:00 a 10:30 am. donde yo organizaba juegos matemáticos
que tomaba de libros y ficheros –ahí surgieron los chispazos– después me
quedaba solamente con los alumnos de 3°,4° y 5° hasta la 1:30pm y me iba a comer. La
mayoría de ocasiones me invitaba algún alumno o alumna y hasta disputaban para
llevarme a su casa a comer frijoles, queso, chiles, tortillas recién hechas y
huevo. Por la tarde regresaba a trabajar algunas horas pero solo con los
alumnos que requerían más atención.
Al salir de la escuela me iba a la cancha deportiva, lugar de encuentro de jóvenes y adultos, a jugar futbol hasta que caía la noche. Después caminaba bajo la luz de la luna, o de mi linterna, hasta la casa del maestro a platicar otro rato con el compañero de la telesecundaria y con algunos señores, por cierto que siempre nos preparábamos con una caja de cerillos y un pomo de alcohol para quemar a las tarántulas que con frecuencia aparecían (así se las podían comer las gallinas sin peligro). Otras veces encendíamos un radio de pilas que sintonizaba estaciones de varios estados y lo escuchábamos hasta que los bostezos aparecían y llegaba la hora de dormir, no sin antes bañarme bajo el resguardo de la oscuridad y de disfrutar de una taza de café y galletas marías.
El día que me retiré de los Sabinos fui
despedido por varios alumnos y más personas antes de abordar la lancha. En el
camino hacia la playita del río encontré otra herradura
oxidada que, junto a la que encontré el primer día, a diario observo colgadas en
la pared de mi cuarto, como prueba de que mi estancia en aquel pueblo serrano
no fue un sueño.
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